El ruido de los truenos era ensordecedor, cualquier mente cuerda temblaría de pánico al sonido de su estallido. Entre los vanos de las paredes se podía vislumbrar un cielo negro del que caía agua en proporciones bíblicas. Esta era una tormenta salvaje en la oscura noche de los Cárpatos.
Ella estaba acurrucada en la esquina de la sala central intentando no desprenderse del calor de su cuerpo. La chimenea hacia horas que había consumido toda la madera existente, no había manera de iluminar la estancia y cada vez era más cerrada la penumbra.
A medida que pasaban los minutos las voces se oían más cercanas, sin el amparo de la hoguera, aquellos malditos lamentos parecían tomar fuerza. Le insinuaban maldades y le prometían tormentos. Las lágrimas le brotaban con profusión y rezaba todo lo que hacía años que no rezaba. Tenía que salir como fuera de allí si no quería volverse del todo loca.
Solo cuando sintió una gélida mano en su hombro, reunió el suficiente valor de emprender la huida sin mirar atrás. Alborozadamente corrió por interminables pasillos de negra roca de los que colgaban argollas y restos de herrajes ahora oxidados. Las voces le seguían en su interminable carrera y su cuerpo mostraba indicios de cansancio.
Por fin llegó al gran pórtico central que daba paso a la salida del castillo. Solo se interponía una extraña forma nebulosa entre ella y su libertad. Este ser le miraba con expresión triste y sin ojos con los que ver, pareciera como si le apenara que ella se marchara. No dudo más, tomó fuerzas y corrió hacía la puerta atravesando a la criatura formada de humo. Al hacerlo sintió como si le hubieran querido abrazar los vapores de aquel ser. Atravesó la puerta y siguió su camino, hasta que al llegar a la cercanía de la aldea, se desmayó.
La mañana trajo un Sol radiante que no le calentaba el cuerpo, pero sí hizo que se despertara a causa de las molestias que le producía la luz. Tranquilamente se acercó a la casa más cercana e intento hablar con el campesino que salía de aquel hogar. Por más que lo intentaba, este no le oía. Se desgañitaba sin que obtuviera resultado. Preocupada corrió hasta la plaza de aquel pequeño poblado.
De un lado a otro intentaba comunicarse con los aldeanos que ignoraban su presencia. Solo cesó en su empeño cuando un joven vendedor de hortalizas le atravesó sin que este se inmutara. Ella sé miro a sí misma, era traslucida y no tenía materia, se había convertido en un ser etéreo. ¿Acaso siempre lo había sido?
Pesadumbrosa se sentó en medio de la plaza y recordó. No era la primera noche con tormenta que lo había hecho, llevaba siglos intentando salir de su castillo. En las noches como en las que murió, se creía viva otra vez, e intentaba lo imposible. Ella era una más, una de aquellas voces, uno de aquellos espectros.
Con la cabeza gacha anduvo durante horas hasta el pórtico del castillo. Alzó la vista y contemplo lo que era su hogar, su refugio. Se hizo una marca en su fantasmal brazo para que la próxima vez recordara lo sucedido y vio varias marcas ya antiguas. Estaba condenada a repetirlo mil veces. Con resignación atravesó la puerta y se introdujo en su mundo.
Víctor Martínez Ruiz
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